martes

II.


Mucho palabrerío pero todavía no me hice cargo de este patético discurso autobiográfico que acabo de comenzar. Mi nombre es Danielle, y tengo 26 años. Creo no merecer este infierno, pero no es relevante en este momento.


...

Pasé mi “feliz” infancia en el aburrido condado de Essex, New Jersey. Todo lo que había en mi ciudad era un colegio descolorido rodeado de insulsos parques en los cuales solían aparecer cadáveres. Crecí entre ellos. Aquí la gente parece no quererse. O tal vez quererse demasiado, todos sabemos a lo que es capaz de llegar una persona enamorada. Matar o morir, de eso se trata el amor.
¿Qué decir...? Nunca tuve verdaderos amigos. “Pertenecía” de alguna manera a la elite de este maldito pueblucho, pero yo sabía que no era así. Tardé en darme cuenta de eso, quizá demasiado tiempo perdí y es por eso que estoy en este maldito estado, incluso sin poder ver.
En segundo año de la secundaria decidí renunciar a ese grupo de idiotas que decían ser mis amigos. No teníamos nada en común. Todo lo que les interesaba eran los caros ropajes que las marcas más reconocidas lanzaban mes a mes. No apreciaban lo que a mí me llamaba tanto la atención y me quitaba el sueño. Dibujaba todo lo que se me cruzaba. Quería lograr expresar con mi lápiz lo que veía, las sensaciones que los colores me transmitían. Qué irónico. Luché tanto por abrir mis ojos...
Si de algo estaba segura es de que no podría ser la única con tales ideales. Una tarde me quedé en las escalinatas a la salida del colegio con mi cuaderno y mi escasa pero ambiciosa colección de lápices. Sí, le llamaba colección a esos dos trozos de madera astillada, me hacía más feliz de alguna manera pensarlo así. Busqué a mi alrededor algo que mereciese la pena plasmar en papel y lo encontré.
No estaba sola. Divisé en frente mío a un joven de cabello negro y cara angelical que sostenía firmemente un lápiz en su mano derecha, sin separar su mirada de la hoja. Minutos mas tarde, levantó su mirada y sonrió levemente. Desde ese momento supe que él si valía la pena.
¿Que si lo conocía? Claro que sí. Va a mi clase. Pasó todos estos años escondido en el rincón izquierdo del aula y parecía vivir en su mundo. Gerard. Seis fatales letras que se metieron en mi vida desde ese exacto momento, desde esa sutil mirada, esa leve pero complaciente sonrisa.
Respondí con un leve gesto que no puedo ni siquiera figurar de lo nerviosa que estaba. No recuerdo el gesto exactamente. La gente me perturba, me desnaturaliza. Intenté concentrarme y continuar con mi dibujo. Ya había interceptado a mi objetivo. Intenté una y otra vez concretar a través de suaves y débiles líneas aquel perfecto rostro pero sin prosperar. Estuve sentada allí aproximadamente una hora cuando mi enojo fue incontrolable, tomé mis cosas y emprendí mi camino a casa.
No había manera, eran totalmente inútiles mis intentos, mi perseverancia, nunca podría dibujar, nunca lograría ser quien realmente deseaba. Y cuánta razón tenía...
Abrí la puerta de mi casa, ingresé y corrí hacia mi habitación, y me deslicé, tirándome en mi cama Quería llorar. Me sentía patética y no tenía a nadie que lo refutara. Las lágrimas se deslizaron intermitentemente por mis mejillas. Tomé mi cuaderno y comencé a arrancar violentamente las hojas y a lanzarlas contra la pared que se encontraba frente a mí. De nada servía, nadie ni nada podría cambiarme, nada podría evitar que me sintiera tan patética.

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